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¡Eso es una vergüenza de nuestra civilización! gritaba—. ¡Es preciso que cese!

Y seguía protestando airada.

Luego, tranquilamente, continuaba comiendo perdiz y bebiendo champagne del más caro.

Me revienta esa gente a quien la suerte de los pobres hace verter lágrimas y llena la barriga en salones dorados, con buena calefacción y alumbrado espléndido, sentada ante mesas ricamente servidas y mirándose en grandes espejos. Preferiría que, en vez de pronunciar discursos humanitarios, dijese marranadas: eso sería más sincero, y sabría uno en seguida lo que se podía esperar de ella.

Cuando el hambre hacía estragos horribles en todos los campos de Rusia, un día vino al restorán—donde, naturalmente, los camareros no la padecíamos el padre de uno de los cocineros, aldeano de las cercanías, y nos contó horrores.

—Aquí—se lamentaba—tenéis de todo en abundancia, mientras que en la aldea comemos corteza de árbol molida para no morirnos de hambre.

Nosotros le oíamos muy apenados. Ikorkin nos pronunció un discursito que nos conmovió a todos. Hasta el maître d'hotel elogió sus dotes oratorias.

¡Tú harías un buen predicador!—le dijo.

Se acordó que cada camarero diera un kopek diario para los campesinos hambrientos, es decir, que entre todos les auxiliáramos cada día con un rublo y veinte kopeks. Todos los meses Ikorkin