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za a creer que son mucho peores que nosotros.

¡Yo he presenciado cada cosa! Hoy, sin ir máslejos, el doctor Samogrusov le ha dicho, delante de mí a su mujer cuando estaban almorzando: —Te has peinado de un modo horrible... Pareces una cocinera.

Ella se ha puesto roja de cólera.

—¿No te da'vergüenza hablarme así delante de los criados?

Sólo se preocupan de una cosa: de guardar las conveniencias. Se permiten todo género de porquerías con tal de que nadie los vea. Pero yo los veo, a veces, cuando ellos menos se lo piensan. Por ejemplo, cuando los caballeros y las señoras se hacen señas con pies y piernas por debajo de la mesa. ¡Da vergüenza! Generalmente, eso sucede al final de la comida: en cuanto se sirven los licores, las señoras y los caballeros empiezan a rozarse con un entusiasmo de perros.

Están seguros de que no los ve nadie, y los camareros lo vemos todo. ¡Si les pudiéramos decir lo que pensamos de ellos!¡Yo sé apreciar en su justo valor a toda esa gente que se llama bien educada! Puede hablar todo el francés que quiera y decir cosas bonitas; mi opinión sobre ella no cambiará.

Venía a nuestro restorán una señora de la alta sociedad, que gustaba de hablar, en las comidas solemnes, de los infelices que habitan en los sótanos.