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to a talento y saber, de sus ancianos padres. Natacha no puede disimular la vergüenza de nuestra pobreza. Se ha vuelto coqueta, se riza el pelo, va con frecuencia en compañía de sus amigas al río, donde se soiazan los ricos patinando; a los museos, a las exposiciones. Todo en casa la enoja; nuestros conocimientos la humillan; el piso en que vivimos dice que es un tugurio, y se duele de no poder recibir a sus amigas. Reprocha a su madre el vestirse como una criada, y critica su modo de hablar. En fin, se cree con derecho a enseñarnos a vivir.

Esto nos hace sufrir mucho. Yo le digo a veces: —Tú tienes tu cuarto, y nadie te impide que invites a tus amigas.

—¿Cómo voy a invitarlas—contesta—, con unos muebles tan feos, tan viejos?

—¡Caramba con la niña! ¡Qué diez y siete años más bien aprovechados! Lo que sobre todo la disgusta es que yo sea camarero. Aunque no lo dice, yo sé lo que eso la abochorna. Les ha hecho creer a sus amigas, casi todas hijas de gente rica, que soy empleado de comercio, y le asusta la idea de que descubran la verdad. ¡Hasta a la directora del colegio la ha engañado con esa mentira!

¡Se avergüenza de su padre! Si el que le dió el sér tirase el dinero con queridas y en los gabinetes particulares, no se avergonzaría de él. ¡He aquí a lo que conduce la instrucción!

Cuando se ve de cerca a los ricos, se comien-