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—¡Vaya una manera de conducirte con tu padre! le dije—. No me cabe duda de que quien te ha trastornado ha sido tu amigo Vasikov. Desde que te visita y te presta sus libros, has cambiado completamente. Ya no te reconozco. ¡Has de saber, pues, que no quiero volver a verle por aquí! ¡Que se guarde de visitarte! Voy a poner de patitas en la calle a todos tus amigotes. Y a tu Pajomov el primero. Le han expulsado del liceo por su mala lengua, y como se está muriendo de hambre, viene aquí a llenar la barriga...

Estas palabras le produjeron a Kolia muy mala impresión. Se levantó y me reprochó con la mirada, moviendo de arriba abajo la cabeza. Cuando me calmé, comprendí que había hecho mal en decir aquello. Pajomov era un pobre muchacho enfermo. Su madre era lavandera, y desde que le echaron del liceo, estaba siempre atormentándole con sus reconvenciones, y el infeliz, para no oírla, se venía a casa.

—¿No le da a usted vergüenza?—me dijo Kolia. No le creía a usted tan cruel. Usted también ha conocido la miseria y ha padecido hambre en su juventud, según me ha contado muchas veces. ¡Y ahora no se apiada del pobre muchacho! Pero no tenga usted cuidado; no vendrá más.

Acaso yo también esté aquí de sobra. Dígamelo usted francamente, y procuraré librarle de mi...

Y se echó a llorar. Temblaba de pies a cabeza.

Mirando su chaqueta vieja, rota por los codos, y