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¿Tienes, quizá, en tu cuarto los libros prohibidos... que te dió Gaikin?...

—¡ Déjeme usted en paz!—contestó, en lugar de tranquilizarme—. ¿Por qué le ha permitido usted al barbero insultar a un muerto? ¡Eso es indignante!

Y se dió una puñada en la frente.

—¡Acaso se haya suicidado por mi culpa! ¡Dios mío, Dios mío!

Me llenaba de enojo el ver que sólo pensaba en Echov y no se preocupaba de nuestra propia desgracia.

—Mira—le dije—, debíamos pensar un poco en nosotros mismos. Tu madre y yo tenemos miedo.

La policía puede venir de un momento a otro.

¿Tienes, o no, libros prohibidos?

—¡Váyase usted!—me gritó por toda respuesta. Déjeme solo, se lo ruego!

Y se tendió en la cama, hundiendo la cabeza en la almohada.

—¡Ten piedad de tu anciano padre! Trabajo por vosotros, agoto mis fuerzas por daros una buena educación, y tú haces quijotadas, le armas escándalos a la gente... Por culpa tuya, Kiril Saverianich ha roto toda relación con nosotros. Y era un buen amigo. Siempre estaba dispuesto a ayudarnos en cuanto podía. En parte, tu entrada en el liceo se la debes a él...

—¡Déjeme, déjeme!

Y el rebelde muchacho dió una patada en el colchón.