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Y el oficial se fué.

Cuando volví al cuarto de Echov, Kiril Saverianich empezó a gritar, encolerizado: —Así me pagáis mi amistad. ¿Qué necesidad teníais de mezclarme en este repugnante asunto? Por culpa vuestra, mi nombre figura en un proceso verbal. ¡Todo por la estupidez de un chicuelo mal educado! ¿Qué tengo yo que ver con las vaciedades que él dice? ¡No faltaba más!...

¡La amistad con gentes así es peligrosa!... ¡He sido bueno con vosotros, y he aquí la recompensa de mi bondad!

En aquel momento se presentó Kolia.

—Si no está usted conforme, puede marcharse! le gritó. ¡Largo, largo!

—¡Cómo! ¿Te atreves a echarme? ¡Mequetrefe, sinvergüenza, imbécil! ¡Aun se te debían dar azotes, y osas hablarme de ese modo! ¡Ya te enseñaría yo a respetar a la gente!

Y el barbero, volviéndose a mí, siguió gritando: —Y tú le permites a este monigote que me insulte ?

Yo no sabía qué hacer y estaba apuradisimo.

Kolia, más furioso a cada momento, vociferaba: —Váyase usted, váyase! Papá puede pasarse muy bien sin usted y sin sus beneficios.

Al otro le ahogaba la ira.

—Desgraciadamente, no hay testigos; de lo contrario, irías a la cárcel, canalla. No he de marcharme? ¡Claro que me marcho, sinvergüenza!