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Kiril Saverianich, al verme, me dijo con gesto avinagrado: —¡No he visto criatura más estúpida que tu hijo!

—El interrogatorio, sin duda, le ha asustado—dijo el oficial, con condescendencia—. Pero no importa; prescindiremos de su declaración...

Me tendió el proceso verbal para que lo firmase, y se lo guardó en la cartera.

—No tengas cuidado. Hago constar que se trata de un simple suicidio. Todo está arreglado.

Kiri! Saverianich me tocó con el pie. El policía se acercó a la ventana y se puso a mirar a la calle.

—Vamos a llevarnos el cadáver...—dijo—. ¡Qué tiempo más malo!

Kiril Saverianich volvió a tocarme con el pie.

Comprendí lo que significaba aquella seña misteriosa: había que darle algo al policía para ahorrarse disgustos.

No tardaron en sacar al muerto y colocarlo en un coche del servicio médico. Se llevaron también la guitarra y los demás objetos de su pertenencia.

Yo salí con el policía al recibidor y le dije, en vuz baja, que en aquel momento no tenía dinero; pero que al día siguiente le demostraría mi gratitud si todo terminaba bien.

—Puedes estar tranquilo. No me cabe duda de que Echov era un calumniador... Siempre me había parecido una mala persona.