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nos escuchaba al otro lado de la puerta. El hijo de mi amigo, que lo advirtió, abrió la puerta de repente y le afeó su conducta, tachándola de poco política... Entonces el otro, que era un ignorante, interpretando torcidamente sus palabras, empezó a gritar: "Conque hablaban ustedes de política! Los denunciaré a la policía!" —¡Ya comprendo!—dijo el oficial—. El joven se refería a la política, a la urbanidad...

—Justo. Un hombre instruído, como usted, lo comprende; pero Echov, que carecía en absoluto de instrucción, no podía comprenderlo. Yo intenté hacérselo comprender, y fué en vano: nos llamó idiotas, imbéciles. El joven, indignado, le tiró su taza de te y le marchó la americana. El interfecto se puso furioso, y, amenazándonos a todos con hacernos detener, corrió al puesto de policía.

Esta es la verdad de lo ocurrido.

¡Qué talento tiene este demonio de Kiril Saverianich! ¡Qué bien lo explicó todo! Daba gusto oírle. Había que poner fin a aquella historia para ahorrarse disgustos, pues los tiempos son de gran severidad, y todo era de temer.

El oficial confirmó: —Es verdad. Echov vino al puesto de policía y armó un escándalo. Nosotros lo echamos a la calle.

Y continuó escribiendo.

Kiril Saverianich se acercó a la ventana, con cara de pocos amigos, y se puso a mirar por los cristales.

—No sé—dijo—por qué me molestan. Yo no