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facta; parecía asustada viendo tanto lujo. Sentada ante su cubierto, con su enorme sombrero, el asombro, en el primer momento, no la dejó hablar.

Por fin, cuando se recobró un poco, dijo con el acento huraño de una campesina o de una verdulera: —No me gusta comer delante de toda esta gente; parece que está una en el teatro.

A lo que él contestó enojado: ¡Cállate, animal! ¡Aquí no vienen más que personas ricas, y hay que saber conducirse!

Se advertía que la infeliz no se hallaba en su centro. Su marido vigilaba todos sus movimientos y no cesaba de hacerle observaciones.

—¡Siéntate mejor! Se van a burlar de nosotros.

Ella sufría horriblemente.

—¡Es la primera y la última vez!—le dijo—.

¡No volveré más! ¡Todo el mundo te mira... como en una casa de fieras!

Al señor Semin se lo llevaban los demonios y la llamaba a cada instante bestia, estúpida y otras lindezas.

—A mí—dijo—me es igual que me miren. Me tiene sin cuidado. Estoy acostumbrado a estar entre personas distinguidas, mientras que tú eres una...

Y soltó una barbaridad.

Después me hizo seña de que me acercase.

—Tráeme cualquier cosilla... por ejemplo...

Miró a su mujer y, para asombrarla, buscó en el menú algo extraordinario.

—Tráeme sole a la sauce piquante.