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que las señoritas le hayan dado a usted esa or den. Las conozco y sé que son buenas e instruídas, y que pertenecer a varias sociedades filantrópicas.

A lo que contestó el administrador: —Eso no prueba nada. Cada cual obra con arreglo a su conveniencia. Como es natural, no vienen ellas en persona a notificarle a usted el aumento, y me encargan a mí de hacerlo. Ahora, si usted no está conforme... yo les diré...

¡Es terrible! ¡Todos los años aumento de alquiler! Se comprende: las señoritas Papuyev no pueden atender por sí mismas a estas menudencias. Dan en su casa conciertos, comidas, pertenecen a no sé cuántas lades filantrópicas, y ¡claro!, no tienen tiempo de pensar en sus inquilinos. Paro eso está el administrador. Sus frecuentes viajes al extranjero, sus fiestas mundanas, cuestan un dineral. A unas mujeres como ellas, que bordan servilletas para las loterías benéficas, que se dedican por entero a la caridad, se les va a exigir encima que se preocupen de los inquilinos de sus fincas? Además, son demasiado finas, demasiado bien educadas para preocuparse de una cosa tan ordinaria. Y, sobre todo, necesitan mucho dinero, dado su tren de vida, y, como es natural, se lo hemos de proporcionar nosotros. Mi amigo Kiril Saverianich es un hombre de gran talento; pero no ha llegado a penetrarse de toda esta mecánica. El que las señoritas ricas como mis caseras le paguen por peinarlas, lo con-