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Decidimos irnos a acostar.

Me metí en la cama, pero no pude conciliar el sueño. Estaba inquieto.

No tardé en oir al escribiente encender una cerilla. Miré por la cerradura y le vi sentado en la cama, deshaciendo, a la luz del quinqué, el envoltorio, y sacudiendo la cabeza. Luego se levantó, colgó la guitarra en la pared, tiró debajo de la cama los calzoncillos y el libro, y en pie en medio de la estancia, se puso a mirar su alrededor, acabando por fijar los ojos en el icono del rincón. Se tapó después con las manos los ojos y empezó a balancear la cabeza, operación que interrumpió a las pocos instantes para tirarse con gran violencia de los pelos. Por último, se acercó a la ventana, pegó la frente a los cristales y se quedó mirando al patio. En el piso de encima sonaba un gramófono; el maquinista que vivía allí celebraba su cumpleaños.

Al fin logré dormirme.

Por la mañana, cuando me levanté, tuve una sorpresa nada grata: el administrador de la casa, Emelian Ivanich Landichev, me visitó y me hizo saber que, a partir del mes próximo, alquiler se aumentaría en cinco rublos.

—Pero, ¿por qué? Lo aumentaron ya el año pasado...

—¿Qué quiere usted que yo le diga? He recibido esa orden. Las señoritas Pupayev tienen muchos gastos y se ven obligadas a aumentar...

—¡Es imposible!—dije yo—. No puedo creer