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tan tontos que se lo han creído. Se lo han dicho a Gaikin, que me ha retirado su amistad y no pondrá ya conmigo ia tienda de gomas... No contentos con esto, me dan ustedes un puntapié, como a un perro. ¿Qué vamos a hacerle?... Si quieren, pueden escupirme en la cara. No tienen nada que temer. ¡Yo ya no soy nadie! ¡Escúpame en la cara, joven! Usted sabe de todo y habla de política como un libro. ¡Escúpame en la cara! Y llame a su amigo el barbero para que me escupa también...

Y empezó sollozar, a aullar como una bestia herida.

Kolia se acercó a él, le puso las manos en los hombros y, sacudiéndole, le gritó: —Se equivoca usted! Nosotros no somos capaces de hacerles daño a los desgraciados.

El ruido de nuestra conversación atrajo a mi mujer, que se detuvo, asustada, en el umbral de la puerta. Echov, al verla, se levantó y dijo: —No tenga cuidado, Lukeria Semenovna: le devolveré los treinta kopeks... Venderé la guitarra...

De improviso entró Cherepajin, en calzoncillos y camisa de dormir.

Después de pedirnos perdón por presentarse de este modo, le dijo al escribiente: — Sigues armando escándalos? Si no te reportas, vamos a tener un disgusto. Vas a despertar a la señorita Natacha...

Le advertí en voz baja que Echov no estaba en sus cabales y que no debía hablarle con tanta as-