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raba que los espías pululan por nuestra ciudad, aunque es imposible reconocerlos. Kiril Saverianich, el barbero, afirma que son utilísimos para el mantenimiento del orden; pero yo no estoy de acuerdo, y creo que pueden hacer mucho daño.

Le sacan dinero a la gente, amenazandola con denunciarla, y arruinan a familias enteras. Es un cochino oficio el suyo.

Le pregunté a mi mujer si Kolia tenía libros prohibidos.

—No me dijo—; anoche me dió su palabra de honor de que no tenía ninguno. Ayer tarde llevó una porción a casa de Vasikov. Tienes que decirle a ese muchacho que no venga aquí más: no me gusta que nuestro Kolia se trate con él.

Decidí hacerlo así y suplicarle a Kiril Saverianich que le prestase a mi hijo buenos libros. Tiene libros de historia muy útiles. Leyéndolos se ha hecho tan sabio.

En aquel momento llamaron a la puerta. Salf a abrir, y ¿quién diréis que era el que llamaba?

¡Echov! ¡Y en qué estado! Con un capote hecho pedazos en lugar de la americana, con la cara sucia, cubierto de barro.

Decidido a no dejarle entrar, y no encontrande palabras para decirle que se fuera, me limité a cerrarle el paso. El callo también durante unos instantes, y al cabo me dijo con voz ronca: —Bueno, ¿ qué? ¿Puedo entrar en mi cuarto?

Lo dijo con cierta altivez. Sin embargo, no entraba; esperaba a que se le diera permiso. ComEL. CAMARERO