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dejado dinero que se debe a la explotación de los infelices, y vosotros, ¿en qué lo empleáis?

El director se levantó y se fué a hablar con Kapuladi y las señoritas de la ořquesta. A los pocos minutos volvió y le dijo al señor Karasev: —Aceptan muy gustosas.

El otro pareció alegrarse en extremo: —Ha sido una buena idea, ¿ eh? Hay que echar la casa por la ventana. La mesa ha de estar espléndidamente servida...

El director, con una sonrisa de satisfacción, contestó, frotándose las manos: —A mi juicio, la cena se debe servir en el salón plateado... Sí, ha sido una buena idea.

¡Y tan buena! Una cena para cuarenta perso nas, con los vinos, con las flores... tenía que ser beneficiosa para la caja.

El señor Karasev pidió media docena de botellas de un vino muy raro, viejísimo, de más de medio siglo, que le compró la casa, según cuenta el señor Stros, a un noble polaco arruinado.

Cada botella cuesta 125 rublos. Con ese dinero podríamos vivir dos meses mi familia y yo.

Se perfumó el salón con dos frascos de esencia de siete rublos cada uno. El aire se llenó de una fragancia tan suave, que el respirarlo daba pereza y hasta un poco de sueño. La mesa estaba servida con nuestra mejor plata del Cáucaso, el más fino cristal de Bohemia y la más rica porcelana de Sevres. Sólo los platos para postre valían cada uno doce rublos. No he visto servida la