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acariciando —¡Vaya una mujercita!—exclamó, la linda estatua con el extremo de los dedos.

Todos los testigos de la escena se echaron a reir.

Ignaty Eliseich atravesó el salón con el ramo en alto, para que lo viese todo el mundo; se detuvo ante el señor Karasev y se lo tendió.

—Déjelo usted en la mesa—dijo severamente el consejero de comercio, secándose con el pañuelo el sudor de la frente. No podía disimular su turbación.

Luego, volviéndose al director, dijo: —Es bonito, ¿verdad? Conocen mi gusto...

El director contestó: —Es magnífico. No he visto nunca un ramo tan lindo. Ojalá tenga una acogida...

—¡Bah!—interrumpió el otro con tono de seguridad.

En aquel momento entró un oficial, haciendo ruido con el sable, y se sentó a pocos pasos del señor Karasev.

La orquesta seguía tocando. Las señoritas habían visto ya el ramo y lo miraban intrigadas. Kapuladi, a quien todo aquello le tenía sin cuidado, y que sólo pensaba en terminar lo antes posible para largarse, agitaba, con cara de sueño, la batuta. La señorita Guttelet, vestida de negro y con los brazos desnudos, estaba pálida y como cansada. Parecía que tocaba dormida. El oficial, echando la cabeza atrás, empezó a mirarla, a través del monóculo, con el rabillo del ojo.