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rosa, y luego cortó la rosa encarnada en pedacitos muy pequeños y los esparció como polvo sobre las rosas blancas. En medio colocó un clavel que parecía un ojo negro. Por último, engalanó el ramo con una cinta plateada y se acercó, alumbrándose con una lámpara eléctrica, a un rico escaparate.

¡Bueno, Nadia, Niuta, elijan ustedes algo..a su gusto!

Ellas empezaron a discutir. Una propuso una copa de cristal, muy elegante, con una serpiente de plata alrededor; pero la otra no era de su parecer.

—Esa copa—dijo—me gusta para una actriz, para una cantante; pero para la señorita de que se trata, yo optaría por la estatua de Friné.

Y sacó del escaparate una estatuita de mujer, de unos treinta centímetros de altura, desnuda por completo y con los brazos enlazados detrás de la cabeza. El francés colocó el ramo en un tubo de vidrio, entre la cabeza y los brazos de la estatuíta, lo ató, perfumó las cintas un poco, y lo metió todo en una caja de cartón.

Ahí tiene usted!—me dijo—. ¡Llévelo con cuidado! Y ya sabe usted, diga que lo ha hecho la señorita Luba.

Y él mismo me abrió la puerta.

Apenas subí la escalera del restorán, el gerente, Ignatý Eliseich, corrió a mi encuentro y cogió el ramo. Lo alejó todo lo que pudo de sus ojos y lo contempló, chasqueando la lengua; tanto le placía.