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pensando en la propina que me daría el señor Karasev. Estaba seguro de que sería buena.

Llegué a la tienda en el momento en que iban a cerrar; pero en cuanto enseñé la tarjeta de Karasev, el dueño, un francés, se hizo todo mieles y llamó, frotándose las manos de gusto, a las dependientas.

—Pronto, pronto... ¿Dónde está el cuchillo?

¡Dadme alambre!

A los pocos instantes estaba cortando rosas en el jardín.

Le dije que el señor Karasev quería que confeccionase el ramo la señorita Luba, y viendo que no me hacía caso, se lo repetí. Entonces sacó medio rublo y me lo dió.

—Dígale al señor Karasev que lo ha hecho ella.

No está aquí ahora; pero es lo mismo. Quedará contento, no tenga usted cuidado. Es para una muchacha, ¿verdad?

Cambió algunas palabras en francés con las dependientas, que soltaron la carcajada.

Yo dije para quién era el ramo.

—Ah, sí? ¡Muy bien!

Y cortó una rosa encarnada.

—El señor Karasev—observé quiere que el ramo sea de rosas blancas.

—Descuide usted, yo sé lo que me hago.

Y comenzó de nuevo a hablar en francés con las dependientas, que se sonreían. No tardó en formar un magnífico ramo de rosas blancas. Lo ató con alambre, lo perfiló de una manera primo-