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Todas las noches, después del concierto, venía a buscarla su anciana madre para acompañarla a su casa, lo que hacía reir a la gente.

Pues bien: el señor Karasev, desde que empezó a tocar en casa la señorita Guttelet, venía todas las noches. En vez de sentarse, como antes, en medio del salón, frente a los espejos, se sentaba junto a la orquesta, y su mirada no variaba de dirección en todo el concierto. Como los camareros estamos hechos a seguir las miradas de los clientes, yo advertí desde el principio que el señor Karasev no apartaba los ojos de la señorita Guttelet. Hacía todo lo posible por atraer su atención, sin lograrlo: ella tocaba tranquilamente su violín, y miraba al techo. Parecía fuera de este mundo, ajena a cuanto la rodeaba. Al señor Karasev, acostumbrado a que las gentes se doblegasen ante él, se lo llevaban los demonios. Bebía sin cesar Johannisberg—75 rublos botella, y suspiraba.

Una noche el señor Stros, nuestro director, se acercó a su mesa, se sentó, se puso a hablar con él, y yo, que me hallaba a poca distancia, of lo que hablaban.

—¡Tiene gracia—dijo el señor Karasev—. Es la primera vez que me ocurre... No sabía yo que había santas en la orquesta...

Hablaba con enojo. El señor Stros pareció inquietarse; no le agradaba contrariar a un cliente de tal categoría. Se quitó el cigarro de la boca, lo colocó en el cenicero, y se volvió, haciendo gl-