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binetes particulares. El señor Lisichkin y el señor Kacherotov van a veces que da asco verlos.

No hace mucho, el señor Eiler—un hombre muy instruído, que escribe en los periódicos—me agujereó los pantalones, estando borracho, con el cigarrillo. Otro señor, profesor de un colegio, comió el otro día en nuestro restorán en compañía de sus colegas, con motivo de no sé qué cruz con que le habían condecorado. Al final del banquete, el comedor estaba tan sucio, que repugnaba entrar en él. El profesor apenas se podía tener en pie, y cuando, cogido del brazo, lo llevaba yo al water—closet, apoyó la cabeza en mi pecho y empezó a vomitar, poniéndome la camisa y el chaleco perdidos. Un trozo de salmón que se había escondido en una manga, se le cayó al suelo. No es todo esto una vergüenza en hombres instruídos, que poseen diplomas y que pertenecen a la alta sociedad?... ¿Pues, y los banquetes anuales de los catedráticos? ¡Qué horror!...

¡Cuánta porquería, cuánta mancha! ¡Cuánta mancha moral, como dice Kolia! Decididamente, la alta sociedad es un asco. Kolia tiene razón en despreciar a los ricos. Lo que no comprendo es cómo puede conocer sus costumbres. Parece que ha servido durante muchos años en un restorán elegante. Debe de haber alguien que se las explique. Sin duda hay personas que lo saben y lo entienden todo. ¡Ah, si tuviera yo la suerte de topar con una! Sería para mí un gran consuelo en mis miserias. He oído hablar de una persona de