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Podía, por ejemplo, comprar servicio de mesa y alquilarlo para bodas, bailes y banquetes. En las cercanías de la ciudad me haría una casita y criaría pollos y gallinas. A mi mujer y a mí nos encanta la vida apacible del campo. Demasiado sé yo que mi profesión tiene algo de envilecedora.

Ni siquiera se llega a considerarme ser humano.

Los clientes, cuando me hablan, lo hacen sin mirarme a la cara, y lo más frecuente es que no me hablen y me den órdenes por señas. Uno de los de casa, un rico tratante en caballos, se comprometió, por apuesta, a hacerse servir toda una comida sin pronunciar una palabra.

—Si el camarero—dijo—no me entiende algo, se quedará sin propina.

Hoy nos ha mandado el gerente que nos pongamos gomas en los tacones.

—El director—nos ha dicho—ha estado en París, donde ha visto que los camareros llevan gomas. Así no hacen ruido al andar. Eso les gusta a los cientes. Además, se oye mejor la música.

Por la tarde, el gerente, habiendo advertido en mi frac una manchita, me amonestó con severidad.

Un cliente, explicándome cómo debía servirle el steck, me había manchado con la cucharilla. ¿Qué culpa tenía yo?...

—La clientela—me dijo el gerente—puede disgustarse si no lleva usted el frac limpio.

Y, sin embargo, conozco clientes que, a pesar de toda su riqueza, se ponen hechos unos puercos, sobre todo después del champagne, en los ga-