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de los primeros almuerzos que serví fué el del señor Filinov, director de un banco, hombre obeso y muy comilón, de quien decimos los camareros que tiene en el vientre una solitaria de cien metros, causa de su hambre insaciable. Se sabe de memoria nuestro menú y conoce todos sus platos mejor que nuestro maître d'hotel.

Me pidió un pastel de ave trufado, y cuando se lo llevé, me gritó furioso: ¡Yo no he pedido esto!... Lo comí ayer. Hoy he pedido... he pedido...

Buscaba el menú.

—Hoy he pedido esturgeon au vin du Rhin.

Yo hubiera jurado que había pedido el pastel.

El maître d'hotel había inscrito ya dicho plato a mi cuenta. ¿Qué iba yo a hacer con él? ¿ Comérmelo? ¡Mi pensamiento estaba tan lejos de los buenos bocados!

¿Qué le sucedía a mi Kolia? ¿Quién le había enseñado a hablar como hablaba? Había crecido sin que yo lo advirtiese. ¿Y cómo yo había podido advertirlo? Me paso todo el día en el restorán. Sólo le veo unos cuantos minutos por la mañana, y cuando vuelvo, al amanecer, está durmiendo. De modo que vivimos casi tan apartados como si habitásemos en casas distintas. Apenas tengo tiempo de hacerle, de vez en cuando, una caricia.

Su desprecio por mi profesión me entristecía.

Yo esperaba poder dejar el restorán cuando él fuese ingeniero, y dedicarme a otra ocupación.