ningún modo debía consentir que hiciesen con ella aquella judiada.
— Soporta tu carga hasta el fin, Natacha!—le aconsejé. Es un gran pecado matar niño que se lleva en las entrañas.
Un día fuí a ver a Vasily Ilich. Tuvimos una discusión muy violenta. El montó en cólera y me gritó: ¡Eso a usted no le importa! ¡Autoriza usted a su hija para que viva conmigo, y luego se mete usted en mis asuntos!
—Ese asunto es mío también. Se trata de mi hija.
—Sí; pero... no olvide usted que su hija no es todavía mi mujer...
—¡Cómo! Usted me aseguró que...
Me miró de hito en hito, de un modo insolente en extremo, y me gritó: —Bueno, ¿y qué? Mi situación es tal que no puedo comprometerme...
—Entonces, querido señor, lo que ha hecho usted ha sido engañar a mi hija? ¡Los hombres como usted se llaman canallas!
—Le ruego que se fije en lo que habla. Yo no he engañado a nadie; pero, por el momento, nuestro matrimonio es imposible. Y lo mejor será que no se mezcle usted en mis asuntos personales.
Natacha, que estaba junto a la puerta abierta de su habitación, me miraba con cara de susto y me hacía señas de que callase.
¡Sí, no puedo tolerar que nadie se mezcle en mis asuntos!—repetía el canalla.