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puños... Citaba nombres conocidos, hechos históricos. No se puede negar que es un muchacho inteligente, y que ha devorado muchos libros. Nada se libró de su crítica severa, cruel. ¡Qué demonio de chico!

Kiril Saverianich le escuchaba con muy mal gesto. Sin embargo, cuando pudo hacerlo, le contestó de un modo suave, cortés: —Todo eso que usted dice no es serio. De creerle a usted, joven, no hay en el mundo sino violencia e injusticia. No se ha parado usted a reflexionar. Yo estoy muy al tanto de la política...

Pero Kolia dió un puñetazo contra la mesa con tal fuerza, que tembló la vajilla: es un muchacho vigoroso.

—Usted no sabe nada. Usted sólo sabe rapar barbas.

Y Kiril Saverianich continuó con su acento tranquilo y razonable: —No hay motivo, joven, para romper los plabes. No ha terminado usted aún sus estudios; pero cuando los termine, ¿qué será usted? Supongamos que ingeniero. Construirá usted puentes y vías férreas, y, créame, no será un santo. Sus bolsillos estarán llenos de dinero, tendrá usted casas y queridas. Y no querrá usted ni hablar con nosotros, los infelices que rapan barbas...

Le suplico que no me interrumpa. Sí; olvidará usted en seguida su palabrería. Naturalmente, leerá usted buenos libros, pero eso no le impedirá enriquecerse a costa de los pobres. Ya sabemos