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La conversación con aquel viejo me aclaró muchas cosas que yo no había comprendido hasta entonces.

Pasé en la ciudad una semana entera. La policía me visitó para pedirme noticias de Kolia.

Su huída había hecho mucho ruido y se había dado por todas partes orden de buscarle.

—Usted debe saber dónde está!—me decían.

No sé nada, absolutamente nada... ¿qué quieren ustedes que sepa?

Y aunque hubiera sabido algo, me habría dejado matar antes que decir una palabra.

Estaba terriblemente inquieto: temía que prendiesen a Kolia de nuevo. Leía los periódicos, hablaba con todo el mundo, ansioso de noticias suyas. Pero la gente se preocupaba de sus asuntos y maldito lo que le interesaba la suerte de mi hijo. Hasta fuí a ver a un oficial de policía y le pregunté si le habían detenido.

—¿Por qué le interesa a usted tanto?—me preguntó. Puede usted estar seguro de que tarde o temprano lo cogerán.

—Yo espero que no, y le pido a Dios no equivocarme.

—No hable usted así—me aconsejó, con tono severo, el representante de la autoridad. Le podrá costar un disgusto.

Tiene gracia: ¡se le niega a un padre el derecho de pedirle a Dios que su hijo se salve de la muerte!

Tuve que volverme a mi ciudad. Le dejé al