Cuando me enteré, por carta de Kolia, de todo esto, fuí a la ciudad donde mi hijo había estado preso y busqué al buen viejo. Me creía en el deber de manifestarle toda mi gratitud: ¡me había salvado a mi hijo único!
Empecé a visitar las tiendas de ropas usadas y no tardé en encontrar la que buscaba.
Al entrar en ella vi a un anciano de aspecto severo y cejas espesas, con unas grandes gafas.
Compré un par de botas forradas y unos guantes, y, mirándole fijamente, le dije: —Usted me ha prestado un gran servicio.
Se quedó mirándome, asombrado.
—Yo? No tanto. Le he vendido a usted unas buenas botas y unos buenos guantes a un precio moderado, pero...
Muy quedo, casi susurrando, le interrumpí: —No, no se trata de lo que me ha vendido usted. Usted ha salvado a mi hijo.
Entonces él, echándose atrás, como asustado, me respondió severamente: —No comprendo lo que usted me dice. ¿De qué hijo me habla usted? Veo que se ha equivocado.
—Bueno, bueno, como usted quiera; supongamos que me he equivocado: yo quería, sin embargo, saber cómo se llama usted para mandar decir una misa en su honor.
El anciano se sonrió.
—Bueno, ya que usted lo desea, se lo diré: me llamo Nicolás.