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La vida en la ciudad cada día era más inquieta. Las huelgas paralizaban todas las industrias.

Se oía con frecuencia en la calle el ruido de la fusilería. En todas las caras se pintaba el espanto. La gente no se atrevía a hablar en alta voz, y esperaba acontecimientos terribles.

La buena mujer en cuya compañía vivíamos no hacía más que llorar: tenía cinco hijos pequeños, y su marido estaba en huelga desde hacía tiempo.

Yo pensaba en Kolia a todas horas. Sin duda, él tomaba parte en todo aquello. Se encontraría quizás en la ciudad?

Una noche, Cherepajin no volvió a casa. Había estado todo el día muy agitado y había salido poco después de anochecer. Yo no sabía qué hacer.

Buscarle? Pero dónde? Además, patrullas de cosacos recorrían la ciudad en todas direcciones, y me daba miedo salir.

Cherepajin no volvió hasta el día siguiente por la tarde. Traía toda la ropa desgarrada, como si le hubieran arrastrado por un suelo lleno de clavos. Parecía que se le iban a saltar los ojos.

¡No vuelva usted a salir de casa!—le grité con cólera.

Entonces él me cogió de la mano y me dijo tranquilamente.

—Vamos a la calle, está muy animada.

Le reñí y le amenacé con echarlo si no se callaba. Entonces se calló, y, sin hacer ruido, se sentó en un rincón, que fué desde entonces su si-