Un día me dijo que no se debía comprar petróleo.
—Conozco una hierba que arde muy bien y puede reemplazar al petróleo. Se vende en todas las farmacias...
En fin, iba perdiendo el juicio. Yo comencé a tomarle miedo.
Una vez, al volver a nuestro cuarto, me lo encontré sentado en el suelo, jugando con unos pedacitos de madera. Llamé inmediatamente al médico, que le sometió a un cuidadoso reconocimiento, le hizo escribir algunas líneas y sacudió la cabeza al oírle hablar de la hierba combustible.
—Es un caso de parálisis general—me dijo el médico, cuando le acompañé a la puerta—. No tardará en convertirse en un loco peligroso.
Me prometió hacer gestiones para que ingresara en una clínica.
Cherepajin fué aquella noche a tocar el trombón a un baile.
No tardó en volver cargado de paquetes. Traía lo menos diez libras de bombones y cinco cajas de bizcochos.
Lo dejó todo sobre la mesa y me dijo: —Coma usted. No hay cena más alimenticia.
—¿Dónde está el trombón?—le pregunté.
—Lo he vendido: me daba dolor de cabeza.
El músico se sentó junto a la chimenea, apoyó la cabeza en la mano y se quedó mirando las llamas.