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Me dieron un café muy rico y me enseñaron el mobiliario, que ena magnífico. Casi todo se lo habían regalado al jefe de mi hija los proveedores de But y Brot. El amueblar la casa le había costado cuatro cuartos. Y todo era de precio. Sólo el aparador valdría sus doscientos rublos.

Me obsequió con un buen cigarro, se sentó conmigo ante la chimenea y me habló largamente de su prosperidad.

Natacha me enseñó el bolso que él acababa de comprarle. ¡Un bolso soberbio! Valía lo menos trescientos rublos; pero Vasily Ilich, merced a sus relaciones, lo había adquirido por cientoconducía como si, en efecto, fuera su mujer. Llamaba, apretando el botón del timbre, a la doncella, y le daba órdenes de un modo imperioso.

Mi hija —¡Tráigame usted esto! ¡Vaya por lo otro!

¿Cómo ha tardado tanto?

Yo la miraba con asombro. Con su elegante traje azul, parecía una verdadera señora.

Y, a pesar de todo, yo no me encontraba allí a gusto. Sentía como un peso sobre el corazón...

No podía olvidar que mi hija no era la mujer de aquel hombre, sino su querida.

¡No era aquello lo que yo había soñado!