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las faldas y despidiendo olor a esencias. Se quitó los guantes y los tiró sobre la mesa.

—No puedo seguir tolerando esta vida!—le dije. Puedes comprometerte para siempre conduciéndote así.

— Peor para mí!

—Y para mí no? Tendré que casarte...

Natacha se encogió de hombros con desprecio y replicó: — No se preocupe usted: no entra en mis cálculos casarme. Además, quería decírselo a usted: yo le molesto... Usted también me molesta a mí...

Prefiero vivir aparte.

Estas palabras fueron para mí como una puñalada en el corazón.

—No se puede decir que huyo de la familia...

En esta casa no la hay ya... Sólo le veo a usted un momento por la mañana.

Hablando así, Natacha evitaba mirarme.

Yo estaba trastornado.

Ya comprendo, hija mía!—le dije—. Quieres gozar de una libertad absoluta. Tu padre te estorba, ¿verdad? Estás ya... ¡No me lo ocultes, te lo ruego!... Estás ya perdida.

Volvió la cabeza y no contestó. Su silencio me daba miedo. Era posible? ¿Era posible que mi Natacha estuviera ya perdida?

—¡Natacha querida, nena mía, dime la verdad! ¿Por qué no contestas?

Mi hija cruzó las manos y puso una cara de angustia que me destrozó el alma.