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Aquello era ya demasiado. Se me acabó la paciencia. Salí del establecimiento; pero cuando estuve ya en la calle, asomé la cabeza por la ventana y dije en voz muy alta: —Es lástima que los huelguistas no le hayan roto a usted el alma. Así habría un canalla menoen el mundo.

Era la primera vez en mi vida que yo usaba un lenguaje tan falto de moderación. La cólera me ahogaba.

Kiril Saverianich me gritó, hecho una fiera: —¡Cómo! ¡Repite, si eres hombre, lo que acabas de decir!

Yo escupí, con toda la fuerza que pude, en dirección a él, y me marché.

Así acabó mi amistad con aquel hombre cuyas palabras halagadoras e ingeniosas habían conquistado mi corazón, y que se mostró, inesperadamente, tal cual era: maligno, sin entrañas, no instruído de veras y serio como parecía. He coconocido a mucha gente que habla muy bien—en los banquetes, por ejemplo, a la hora del champagne; pero que no siente lo que dice: sus palabras no tienen más valor que el humo de los cigarros que se fuma después de comer. No; un hombre de verdadero talento debe saber hablar al alma, aliviar las penas, consolar a los desgraciados, llorar con los que sufren. ¡Esa es la verdadera ciencia!

Aquella noche tuvimos en casa una visita que me sorprendió mucho: el gerente de los almacef