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A pesar de que en pocos días le habían escrito dos veces rogándole que fuese al almacén, ella no salía de casa. Las cartas las había roto, indignada. Yo me devanaba los sesos y no conseguía explicarme tan extraña conducta.

—¿Qué te pasa, hija mía? ¡Dímelo!—le suplicaba.

¡Estoy harta de todo! contestaba ella siempre.

Decidí ir a ver a Kiril Saverianich y rogarle que interviniera. ¡Sabía hablar tan bien! Pero me esperaba un nuevo disgusto.

Llegué a su casa en un mal momento. Al acercarme a la barbería vi, con espanto, hechos añicos los cristales de los escaparates y rotas las figuras de cera que los adornaban. En el interior del establecimiento reinaba un desorden terrible, como si hubiera habido un incendio.

Kiril Saverianich recogía del suelo frascos, utensilios, pelucas.

—¿Qué ha pasado?—le pregunté.

Furioso, agitando los brazos, me contestó: —Mire usted... toda la perfumería... los artículos más caros... en qué estado me los han puesto... Las autoridades se hallan en el deber de indemnizarme... La policía, que no se cuida de mantener el orden, tiene la culpa.

— Son acaso sus dependientes de usted los autores de este destrozo?

El barbero se volvió a mí, con el gorro torcido, me miró de un modo feroz y me gritó: