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Natacha estaba desconocida. Por nada del mundo quería volver al almacén.

— Pero qué te pasa, Natacha?—le preguntaba yo.

Ella se ponía a mirar a otro lado, y no con testaba.

Se pasaba las horas muertas andando, como una sombra, por la casa, de un lado para otro. De cuando en cuando se paraba ante la ventana y quedaba pensativa, mirando al través de los cristales.

Cherepajin trataba de tranquilizarla, y sus ojos, cuando se clavaban en los de ella, parecían los de un perro fiel que ve triste a su amo. A mí no me hacía maldito el caso, y si le preguntaba algo, me contestaba con las menos palabras posibles, y hasta con enojo; fuera de Natacha, todo le tenía sin cuidado.

—Natacha Yakovlevna—le decía—, ¡cálmese usted!... Va usted a enfermar... ¿Quiere usted unas gotas de valerianato? Es muy bueno para los nervios...

Ella le contestaba secamente, casi encolerizada: —¡Por Dios, déjeme usted en paz!

A veces cogía la mandolina, se sentaba en un rincón y empezaba a tocar. Aunque lo hacía quedo, a mí se me llevaban los demonios. ¡Estaba aún caliente el cuerpo de su madre! Un día me enfadé tanto, que le arranqué la mandolina de las manos y la tiré al suelo. Todo era negrura en mi alma.