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Entonces él me miró de hito en hito y me dijo: —No era su mujer, era su hermana.

Mi asombro subió de punto. Si era su hermana, ¿por qué lo ocultaba?

Luego Kolia se puso a escribir en una hoja de su carnet.

—Es para mamá me dijo, alargándomela, cuando terminó de escribir—. Dígale usted que la ha traído alguien. Que no sepa que estoy aquí.

Puede usted hacerle creer que estoy trabajando en una fábrica... en cualquier parte... en el Ural, por ejemplo.

Fué una entrevista muy penosa. Yo no sabía adónde iba ni de dónde venía, y, sin embargo, era mi hijo. Aunque hacía por disimularlo, él no estaba menos conmovido que yo.

Me cogió la mano y murmuró: ¡Cómo ha adelgazado usted, papá!

Y sus ojos se llenaron de lágrimas. Volvió presuroso la cabeza.

Cuando salimos de la cervecería era ya de noche.

—¡Bueno, papá, hasta la vista!

Nos abrazamos. Le persigné varias veces, como cuando era pequeñito. Luego le di unos cuantos besos en la boca.

—No nos veremos más?

—Si, papá. Volveremos a vernos.

Y a esto se redujo todo.

Nos separamos. El se fué por un lado y yo