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El estaba también muy conmovido. Para que yo no lo advirtiese, bajó la cabeza.

— Cálmese usted, papá!—me dijo—. Me ha llenado de alegría el verle. Quizá no tarden en producirse grandes cambios y podamos vivir de nuevo como antes.

Añadió que de buena gana le daría un abrazo a su madre; pero que no le era posible, pues si entraba en casa se exponía a que la policía le cogiese.

Le pregunté dónde vivía, y no quiso decírmelo.

Lo único que me dijo es que estaba de paso en la capital, y que se iría a los dos días.

La poca confianza que parecía tener en mí me ofendió.

Todo esto se lo debes a los dichosos huéspedes! le dije con amargura—. Sin ellos, otro gallo nos cantara. Tú no hubieras tenido que huír, hubieras podido examinarte, y seríamos felices.

—¡No hablemos de eso, papá! Usted no conoce a esos jóvenes.

—No he de conocerlos? Hay personas que impulsan al prójimo a hacer locuras y evitan ellas todo riesgo.

—Se engaña usted; el huésped a quien usted supone en salvo, pagó con su vida sus ideas...

Y Kolia se puso aún más triste.

Yo no salía de mi asombro. ¡Todo aquello era tan extraño!

—¿Y su mujer?—le pregunté. ¿Qué ha sido de ella?