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En cuanto salió el camarero a traer la cerveza que le habíamos pedido, Kolia me abrazó arrebatadamente, volviendo a sentarse en seguida para que el camarero no le sorprendiese.

Quedamos uno frente a otro, mirándonos llenos de alegría.

—¡Bueno, heme aquí!—dijo Kolia con una sonrisa. Está usted pasmado, ¿verdad?

Y me contó que había rondado la casa, sin atreverse a entrar, lo que en su situación hubiera sido peligroso. Parecía muy inquieto y miraba a la puerta a cada momento, como una bestia acosada.

Le pregunté el motivo de su deportación, los medios de que se había valido para huír, y sus proyectos; pero, en vez de contestarme, me dijo: —No hablemos de mí. Hablemos de ustedes.

Cuente, cuente...

Yo no tenía gran cosa que contarle. Le dije que había perdido mi colocación, y que, a la sazón, trabajaba en restoranes modestos. La noticia le entristeció.

—Sí, ya veo que no es usted feliz!—se lamentó.

Después me hizo numerosas preguntas acerca de su madre y su hermana.

Cuando le hube enterado de cuanto quería saber, le rogué: —¡Kolia, hijo mío, vuelve a casa! ¡Te queremos tanto y somos tan desgraciados sin ti! Ve a ver al jefe de los gendarmes y pídele que te