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Balanceaba todo el cuerpo, movía la cabeza, jugaba con el cordón de su monóculo y parecía encantado del honor que yo le hacía visitándole.

—¡Es asombroso! ¡Una muchacha tan trabajadora, tan seria!

Se desprendía de su persona un suave olor a perfumes y a pomadas.

Me alegró mucho lo que me dijo. Y salí del almacén sin que mi hija me viese, pues temía que mi visita la disgustase. ¿ Para qué habría inventado lo de los cinco rublos? Se aburría: tal era el único motivo de su mal humor. Y no era extraño: una muchacha de su edad se aburre siempre un poco si no tiene un novio o un amante.

Me encaminé a casa. Cuando estaba ya a pocos pasos de la puerta, oí de pronto una voz: —¡Papá!

Volví la cabeza, y ¿a quién diréis que vi? ¡A mi Kolia! Creí estar soñando. Al cerciorarme de que no era otro que mi hijo aquel muchacho que me sonreía con tristeza, sentí al mismo tiempo un gran temor y un gran contento.

—Kolia! Eres tú?

Se metió por la callejuela de la esquina y me hizo seña de que le siguiese.

La emoción me hacía temblar de pies a cabeza; pero reuní todas mis fuerzas y le seguí.

Había adelgazado mucho. A pesar del frío, llevaba un gabancillo muy ligero y raído.

Entramos en una cervecería y nos sentamos en un cuartito cuya ventana daba al patio.