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donde había servido tantos años, se me hacía muy cuesta arriba servir en los restorancillos frecuentados por comerciantes de tres al cuarto, en salas estrechas, entre corrientes de aire.

Sin embargo, tenía que apencar con esto, para no arrastrar una existencia miserable.

Llevaba dos meses dedicado a esta nueva clase de servicio. En casa todo iba de mal en peor. No sabíamos nada de Kolia: parecía que se lo había tragado la tierra. Niucha había ido a consultar a una quiromántica, que le echó las cartas y le dijo que no tardaríamos en recibir buenas noticias.

Natacha nos tenía también muy inquietos. Volvía por las noches del almacén desmadejada y triste. Al principio, solía ir al teatro, a paseo; pero hacía algún tiempo que en cuanto acababa su trabajo se venía a casa y se metía en un rincón, donde se pasaba horas y horas como ensimismada.

—Hay que casarla—me decía mi mujer.

Pero la cosa no era fácil Hoy día los jóvenes rehuyen el matrimonio, y prefieren, a estar casados, vivir con una amante. Además, yo sólo conocía camareros y. cocineros, gente a quien Natacha no podía ver ni en pintura. Pensé en Kiril Saverianich: sería un buen marido para mi hija.

Un hombre serio, establecido, y, seguramente, con algún dinero en el Banco. Pero hacía tiempo que había dejado de tratarnos. Un día me había cruzado con él en la calle y él había hecho que no me veía.