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harán tomar un baño. Prefiero la muerte a esta vida.

Le conté la desgracia que me acababa de ocurrir.

—Usted es un hombre dichoso—me dijo—. Usted sufre por su hijo, y a mí mi hijo me hace sufrir: ni siquiera deja a mi nieta entrar a verme, por miedo al contagio.

Cuando salí a la calle respiré a pleno pulmón.

¡Había gente mucho más desgraciada que yo! No tenía derecho a quejarme.

XX

Nuevas desgracias pesaban sobre mí. Mi mujer enfermó gravemente, como yo me temía. Respiraba con gran dificultad y había que tener abiertas todas las ventanas.

Nuestro huésped, el señor Kusnetzov, se reconocía culpable de todo y nos pedía perdón.

—Yo no creía—nos decía—que la noticia llevada por mí a los periódicos pudiera perjudicarles a ustedes. Les juro que la escribí con la mejor voluntad del mundo, pensando que halagaría su orgullo de padres.

Sus remordimientos eran tan grandes que, no pudiendo resistirlos, se mudó de casa, para dejar de ver, a toda hora, los efectos de su imprudencia. Se diría que había venido a vivir en nuestra compañía con el exclusivo objeto de fastidiarnos.

El camarero
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