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Saverianich; pero me acordé de su sonrisa maligna y de su aire de suficiencia, y deseché la idea.

Empecé de nuevo a vagar. No tardé en encontrarme, por casualidad, frente a nuestra antigua vivienda, la de las señoritas Pupayev. Las esperaba el automóvil a la puerta, sobre la que había un letrero que decía: "Comité de Socorros a los Pobres". Saludé al chauffeur, que era conocido mío, y cambiamos algunas palabras. No le dije que acababa de perder mi colocación: me daba vergüenza contarlo.

Luego me encontré a una buena mujer, amiga de la mía, que se sorprendió al verme.

—¿Cómo es eso?—me preguntó—. ¡Usted paseándose!

Tampoco tuve valor para contarle que acababan de despedirme.

—Me han concedido—le contesté — un día de descanso.

Habiendo ido a parar, anda que te anda, a la calle donde vivía Iván Afanasievich, el maestro de escuela retirado, decidí visitarle.

Se alegró mucho de verme.

El pobre estaba muy enfermo. Tenía la cama en un rincón de la cocina, detrás de un biombo.

Su hijo no estaba en casa. Su nuera salió a recibirme, muy emperejilada, con un peinado muy coquetón. Su recibimiento no fué nada amable.

—Está durmiendo—me dijo—. Además, su estado le impide recibir visitas. Pero, ya que ha