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tantos desdenes. conquistar a aquella preciosidad de criatura. Valiéndose de sus influencias, la había colocado en uno de los principales teatros de la ciudad y la había hecho su querida. Estaba más guapa que nunca, con sus lujosos atavíos de dama encopetada.

¡Y yo que la compadecía! ¡Yo, que la creía tan casta, tan inocente! ¡El demonio de la chicuela!

Se había apoderado por completo del señor Karasev y hacía de él lo que quería. El millonario se había convertido en su esclavo, en su sombna, y la seguía por todas partes como un perro fiel. ¿Quién hubiera pensado que aquella niña tan poquita cosa, que aquella monada era tan fuerte?

Yo no tenía ninguna gana de ir a casa. Me hubiera visto precisado a contárselo todo a mi mujer, para lo que siempre me hubiera encontrado con pocos ánimos, y entonces me hallaba sin ninguno; la pobre estaba peor de su enfermedad del corazón, y era peligroso disgustarla.

Después de andar sin rumbo un rato por la ciudad, me metí en una cervecería, donde estuve media hora larga. Luego me acodé en la balaustrada de un puente y me pasé no sé cuánto tiempo viendo correr el agua. Detrás de mí, la gente iba y venía presurosa, requerida por sus quehaceres. Como a mí no me requería ninguno, me parecía que todo el mundo me miraba con desprecio, y esto me llenaba de turbación.

No sabía en qué emplear el día, adónde dirigirme. Se me ocurrió hacerle una visita a Kiril