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todos los compañeros me manifestaron su sentimiento y renegaron de la dirección. Ikorkin me compadeció más que ninguno y me apretó con fuerza la mano. Me prometió contar el caso en la primera junta de nuestro sindicato. Parecía muy indignado.

Momentos después entró el maître d'hotel, y le dije: ¡Ya ve usted, Ignaty Eliseich, cómo se recompensa mi irreprochable servicio!

El también me estrechó la mano, y me contestó: —Lo siento en el alma, porque eras un buen servidor. Pienso alquilar el verano que viene un jardín público y abrir en él un restorán. Te pondré al frente de la servidumbre. Ven a verme algún tiempo antes...

Entré en el gran salón blanco. ¡Cuántas energías me había dejado allí! ¡Veintitrés años! Sentí una enorme tristeza: me costaba mucho trabajo abandonar aquellos lugares, con los que había llegado a encariñarme. Además, me daba vergüenza: me echaban como a un ladrón. Y nadie se acordaría nunca de mi servicio, y todo seguiría igual, como si yo no existiese en el mundo.

Cobré en la caja lo que tenía que cobrar, y salí del restorán. Me crucé en la puerta con el señor Karasev, que acababa de llegar en su rico automóvil, acompañado de su nueva querida, la señorita Guttelet, la que tocaba en nuestra orquesta. Había conseguido, al cabo, después de sufrir