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ro, usted es quien es y puede permitirse con un pobre hombre...

Se puso colorado y empezó a revolver de un modo nervioso los papeles: —Si dependiera de nosotros...—murmuró—.

Estamos contentos de ti; pero tenemos un reglamento...

Sí, tienen reglamentos, todo se les vuelven reglamentos. Hasta tienen uno para los gabinetes secretos, donde conciertan entrevistas vergonzosas. Los reglamentos les permiten hacer del restorán una especie de casa de mal trato; pero les impiden conservar a un fiel servidor que ha agotado 3us fuerzas en su servicio.

¡Para acabar así había yo aguantado tanto!

Cualquier pequeñez, una servilleta mal doblada, una manchita en el frac, era motivo de una riña.

Miré al señor director, sentado en su hermoso sillón, tomando su café con bizcochos, rodeado de lujo y de comodidades, y se me ocurrieron palabras muy amargas. Hubiera sentido un gran alivio si hubiera podido decirlas; pero no salían de mi garganta. Le dije tan sólo: —Ante la muerte, señor director, seremos todos iguales!

— Basta, basta! Ya te digo que no puedo hacer nada...

Y el director bajó la cabeza y se puso a leer un papel para darme a entender que la conversación había terminado.

Cuando entré en el cuarto de la servidumbre,