—Lo lamento—me dijo—; pero no puedo remediarlo; no hay modo de que sigas a nuestro servicio.
Evitaba mirarme de frente.
—No podemos disgustar a la policía. Hace mucho tiempo que venía pidiéndome que te despidiese y yo no hacía caso; pero ahora, después de la publicación de esa noticia en los periódicos, donde aparece con todas sus letras el nombre de nuestro restorán, no me es ya posible conservarte.
— Gustav Karlovich!—le grité. Hace veintitrés años que estoy a su servicio de usted; he sido siempre un servidor celoso; no creo que tenga usted queja de mí...
Los ojos se me llenaron de lágrimas. El director se levantó y empezó a pasearse por la habitación.
—Lo lamento, pero no puedo remediarlo. Aunque eres, ¿quién lo duda?, un buen servidor, me veo forzado a prescindir de ti. No podemos comprometernos. Lo único que me es posible hacer por ti es darte un pequeño suplemento metálico.
Se acercó al teléfono y les ordenó a los empleados del bureau: —Páguenle a Skorojodov setenta y cinco rublos de suplemento y devuélvanle su fianza.
—¡Así me recompensa usted—le dije — todos mis años de servicio irreprochable! He trabajado como un negro, ganando muy poco y pagando la vajilla rota por los clientes, y, como premio... Cla-