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Yo no las tenía todas conmigo, por lo que tocaba a Natacha; una vez empleada en el almacén, todo era de temer. Sin embargo, no pude negarle mi consentimiento.

Pasadas las Pascuas, logré que se me permitiese ver a Kolia. Tuve que hablarle al través de una reja, como si se tratase de un presidiario. El no parecía nada desalentado, y me daba ánimos. Mi mujer, que había ido también a verle, lloraba como una Magdalena. ¡Qué entrevista más dolorosa! Cuando el guardián nos hizo saber que había terminado y que debíamos separarnos, Kolia nos miró de una manera que me partió el corazón. Hasta me pareció que sus ojos se arrasaban en lágrimas.

Af salir mi mujer y yo de la cárcel, nos paramos junto a la puerta. Mi mujer seguía llorando, y yo traté de consolarla.

—No llores—le dije. Hay que someterse a la voluntad de Dios. Además, nuestro Kolia no es un ladrón ni un asesino: está preso por una causa política.

Entonces ya entendía yo de política un poco, gracias al señor Kusnetzov, nuestro nuevo huésped, que escribía en los periódicos relatos de incendios, robos y otros acontecimientos. Era un hombre muy instruído. Desgraciadamente, pagaba con muy poca puntualidad y llevaba a su cuarto a muchos amigos, lo que no me gustaba nada, habiendo una muchacha en casa.