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sisten a aceptar tal género de ayuda, se quedan sin colocación.

Un compañero mío me contó, no hace mucho, la triste historia de su sobrina. La pobre muchacha era dependienta de un gran almacén de sombreros. El dueño se encaprichó de ella, y al ver que rechazaba sus proposiciones, la llamó a su despacho, cerró la puerta con llave, y le dijo: —Si no accede usted a mis deseos, la echo inmediatamente.

Y la estrechó entre sus brazos y empezó a cubrirla de besos. Ella se asustó tanto, que perdió la razón y hubo que meterla en un manicomio.

Las mujeres vestidas y peinadas con coquetería pueden sacar de sus casillas hasta a los hombres serios, y arrastrarlos a malas acciones y aun a crímenes. En nuestra época eso es muy frecuente, pues en las tiendas, en las oficinas, abundan las empleadas jóvenes y bonitas. Los hombres evitan casarse. ¿Para qué? Tienen a su disposición gran número de muchachas con quienes darle gusto al cuerpo. Las infelices han de estar dotadas de una energía y de una voluntad muy grandes para resistir el asedio constante de los hombres.

Hoy es el jefe del establecimiento o el dependiente principal; otro día, un rico comprador... ¡Las pobres muchachas se hallan expuestas a tantos peligros! Y los hombres no legalizan sus relaciones amorosas con ellas. Para qué? Pueden hacerlas sus queridas y no se les pasa por las mientes hacerlas sus esposas.