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Y luego, en las grandes ciudades, todo son tentaciones. Se ven por todas partes ricos almacenes con escaparates lujosos. Cuando yo iba algunas veces de paseo con ella, Natacha se paraba ante las tiendas de modas y miraba con ojos brillantes los trajes, los sombreros, las pieles.

¡Qué bonito! ¡Qué espléndido!

exclamaba sin cesar, entusiasmada a la vista de tanto lujo.

Y no se entusiasmaba ella sola: siempre hay multitud de mujeres ante los escaparates de esas tiendas. ¡Cuántas se pierden, arrastradas por su entusiasmo! ¡Cuántas se venden para poder comprar las pieles, los sombreros, los trajes! Yo les he servido a la mesa, en nuestro restorán, a muchas pobrecitas.

Aunque yo me alegraba mucho de la próxima colocación de Natacha en el almacén, la noticia me inquietó un poco. Las muchachas empleadas en los almacenes están siempre expuestas a grandes peligros y dependen de sus jefes. Además, sólo las jóvenes y lindas logran colocarse; las que no son lindas ni jóvenes, rara vez se colocan: en los almacenes, es preciso que todo halague al públiblico, que todo acaricie su mirada. Sobre todo, en los establecimientos elegantes. En ellos se hace cuanto es posible por deslumbrar al público a fuerza de lujo y belleza. Las señoras y las muchachas empleadas allí deben vestir muy bien. Y como lo que ganan no les basta para la toilette, se ven obligadas a procurarse otros ingresos. Con frecuencia se los proporcionan los jefes. Si se re-