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Traía una carta para mí. Era de Kolia. No sé cómo se las compuso para remitírmela. Se advertía que había sido escrita precipitadamente, y costaba trabajo leerla. En ella Kolia me animaba y me aseguraba que pronto sería puesto en libertad, en vista de la absoluta falta de pruebas contra él. Me mandaba abrazos para su mamá y para Natacha.

A eso se reducía todo; pero aquella carta inesperada me llenó de alegría.

Como pasaron después días y días sin nuevas noticias, fuí a ver a Kiril Saverianich, esperando de él un buen consejo, algunas palabras de consuelo. ¡Qué equivocado estaba! El barbero me acogió muy mal. En vez de consolarme, me dirigió duros reproches.

—Hace mucho tiempo—me dijo que preveía yo esto. ¡Y no me engañaba!

Parecía orgulloso de su acierto que Kolia, en efecto, hubiera sido detenido, según el preveía.

—Me sorprende—añadió—que acuda usted a mí en demanda de consejos, siendo yo, como usted no ignora, un hombre de negocios que no puede dedicar su tiempo a esos asuntos. Ha hecho usted muy mal en venir a molestarme...

Así transcurrió un mes entero.

Una mañana, cuando yo me encaminaba al restorán, se me acercó un hombre a quien no conocía, y me dijo con mucho misterio: —Entremos en seguida en una cervecería! Puedo serle a usted útil.