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Yo no les dije la verdad: me daba vergüenza.

Les dije que había estado enfermo.

Entonces, mi compañero Ikorkin me manifestó: —Según los estatutos de nuestra asociación, usted tiene derecho a ser socorrido durante sus enfermedades. Desgraciadamente, aun no hay dinero en nuestra caja para esas atenciones. Sin embargo, si su situación de usted lo exige, acaso se pueda hacer algo.

Conmovido por aquella fineza, le conté la verdad.

Cuando terminé mi relato me contestó: —Debe usted estar orgulloso de su hijo!

Y me estrechó la mano.

—¿Por qué debo estar orgulloso?—le pregunté.

Señaló con el dedo al salón.

—Todos esos señores que comen, y beben ahí, y se divierten, cree usted que harían algo por nosotros? ¡Nunca!... Ahora comprendo... Esté usted tranquilo: no tiene por qué avergonzarse de su hijo. Le felicito a usted.

Me habló con gran cordialidad. Ya no me tuteaba, como lo había hecho hasta entonces. En fin: se me mostró otro hombre distinto.

—¿Convendría, quizá, que hablase con nuestro director, el señor Stros?—le pregunté. Tiene muy buenas relaciones, y si quiere hacer algo por mí...

—¿Ese canalla?—contestó Ikorkin—. ¡No espere usted nada de él! Quería meterse en nuestra asociación para hacer en ella mangas y capirotes; pero no le admitimos. ¡No conoce usted a