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bargo, era un hombre a quien todo el mundo respetaba mucho en nuestro establecimiento.

Nadie quería prestarme ayuda. En cuanto comenzaba a hablar, todos mis visitados daban señales de impaciencia y procuraban desembarazarse de mí lo más pronto posible.

¡Sin ningún género de duda, la gente es mala!

En aquellos días dolorosos tuve ocasión de experimentarlo. Visitaba los puestos de policía, las gendarmerías, los tribunales, y nadie quería informarme.

—¡No sabemos nada!—me decían en todas partes.

¡Tiene gracia! Habían prendido a mi Kolia, le habían metido en la cárcel, y nadie sabía nada.

Ni siquiera en la cárcel sabían nada.

Fuí a ver al cura de nuestra parroquia, pues me habían dicho que podía hacer algo por nosotros. Pero se limitó a recriminarme.

—Usted tiene la culpa! Si no hubiera educado mal a su hijo...

No era yo quien había educado a Kolia. Era el liceo, eran los profesores. Verdad es que lo habían echado. Desde luego, en casa no había recibido malos ejemplos. Además, el muchacho no era tan malo como pretendía toda aquella gente.

Estuve cinco días sin ir al restoián. Cuando, por fin, reanudé mi servicio, todos me preguntaban: —¿Qué te ha pasado? ¿Por qué no venías?