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decorado, que había comido en nuestro restorán en compañía de una señora con un sombrero enorme, adornado con ricas plumas—conocí al punto que se trataba de una simple cocotte—, me llamó imbécil porque toqué, sin querer, a la señora con el borde de la bandeja.

Como es natural, me excusé y no me atreví a decir nada; pero me sentí muy ofendido.

Luego, este señor me dió un rublo de propina, para deslumbrar con su generosidad a la señora. Cuando se lo conté a mi amigo Kiril Saverianich, me dijo que eso son pequeñeces inevitables, de las que no se debe hacer caso. Hasta me habló de un libro donde no sé qué sabio afirma que todo trabajo es honrado y digno; pero yo, sin embargo, me sentía ofendido. Kiril Saverianich no podía formarse idea de mi vejación.

El tiene su barbería, es un hombre independiente, y nadie se atreverá a insultarle, mientras que a mí... Si yo le hubiera contestado como se merecía al militar, hubiera perdido en seguida mi colocación, y no hubiera podido entrar en otro restorán de primer orden, pues se hubiera sabido al punto lo sucedido, en todas partes. Los escritores pueden escribir en sus libros lo que les dé la gana, porque no saben lo que es ser insultados. Si ellos soportasen lo que nosotros soportamos, escribirían otra cosa.

He visto de cerca a los señores escritores. Vienen a veces a comer a nuestro restorán. A un escritor calvo se le dió un banquete, que servimos